Ocho Ártemis y Consecución a Ser-Hécate en Ifigenia cruel de Alfonso Reyes: una lectura crítica.
Eduardo
Aguirre
ÁRTEMIS
Oh triste, a qué desgracia encadenado
has sido,
y te
ha perdido la nobleza de tus mentes.
Hipólito
de Eurípides
(Traducción y versión de Rubén Bonifáz Nuño)
(…) Y
en efecto, ahora, cuando uno de los hombres terrestres
con ricas ofrendas, según el uso, propicia a
los dioses,
a
Hécate invoca; y mucho honor muy fácilmente le sigue
a
aquél cuyas preces acoge, favorable, la diosa,
y a él dicha concede, porque tiene
poder para esto.
Teogonía de Hesíodo
(Traducción y versión de Paola Vianello de
Córdova)
The Sacrifice of Iphigenia, by Giovanni Battista Tiepolo, 1770
En la noche del 23 de mayo del 2017 se
presentó, en la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México, una edición
conmemorativa de la Secretaría de Producción Editorial y la Facultad de
Filosofía y Letras por la UANL, titulada: ‘Ifigenia
cruel’ de Alfonso Reyes: una edición crítica. Con prefacio, editada y
compilada por José Javier Villarreal, grandes investigadores y escritores de
diversas partes de México y el mundo, como Alfonso Rángel Guerra, Coral
Aguirre, Minerva Margarita Villarreal, Carlos García Gual, Hugo Hiriat, Ana
Laura Santamaría, Inés Sánchez, examinaron los innumerables rasgos que hacen de
la obra una de las exponentes más importantes de la interpretación y re-creación
de la tragedia y mitología griega, vinculándola al sentido real de existencia,
tanto del autor como de la vida misma.
Con el fin de aportar un análisis más al
poema del regimontano universal, presentaremos cómo un personaje que, pese a
que jamás hizo acto de presencia en la misma, como si otro Godot se tratase,
por el simple hecho de prefigurarlo los demás le otorga, no solamente vida y
constantes rostros, sino el poder simbólico para determinar la ulterior
libertad de la Ifigenia Alfonsina como Hécate, al contrario de la Euripídea,
atada a un destino nuevo, pero lejos de redimirla: la diosa Ártemis[1].
I.
Apariciones
divinas y su naturaleza
Argumentalmente hablando, las
tragedias griegas que nos han sobrevivido relatan fatídicos destinos en sus
personajes. Y a sea por desafiar “lo establecido”, cuestionándolo, o por
intentar no caer en él, sin lograrlo, nos cuentan cómo su caída es resultado de
su actuar y toma de decisiones; pero más si había deidades que se aparecían y
reestablecían justicia retributiva –o némesis[2]-
dislocadas por cualquier exceso –o hybris-
causado por gente ambiciosa buscando superarles. Encuentros que, por
aparecerse, referían a extremos existenciales de la vida y la muerte. De la
condena o salvación de ciertos mortales y el cumplimiento de algún destino poco
agraciado o la redención de las propias divinidades; aunque también si no lo
hacían, suponiendo cuáles “podrían ser” sus intenciones.
Sin importar si los humanos habían
intentado aplacar su terror o gozo, la diparusía[3] de
sus dioses era definitiva. El realizarla en su quintaesencia embriagadora y
seductora, y sin estar esencialmente necesitados de máscara a menudo bajo
cualquier apariencia (Zambrano, 2016: 56) era lo que las caracterizaba. En las diparusías se buscaba un refuerzo auténtico
del argumento, resultante de la acción misma, aconteciendo de una sola vez un
efecto súbito: la revelación de un horror que, aunque se ignoraba, yacía oculto
y presente, bajo el manto de la engañosa felicidad (Reyes, 1997: 266); pero
también otra circunstancia y fundamental según la trama y contexto: lo que los
dioses buscaban realmente resolver en la medida de sus capacidades, gustase o
no al receptor.
Era, por eso que, “en ningún caso
aparecía el dios para traer una felicidad inesperada (…). Y [el que] en algunas
piezas, (…), lejos de aclarase un embrollo, el argumento hasta tenía que sufrir
un desvío en el último momento para permitir la visita divina (Murray, 2014:
173)”. Era su manera de obrar para resaltarle a los humanos las consecuencias
de sus actos y el mejor modo posible para restaurar la némesis que ellos mismos habían violentado: para que se dejara
atrás cualquier intento humano por castigar a quienes creían que habían caído
en la hybris de sus emociones.
No obstante, otro obrar en los dioses eran
sus “inparusías[4]”: lo más difícil de interpretar en su
accionar si se negaban a aparecer. Cada personaje imaginaba lo que pretendían. Los
caracterizaban de diversas maneras –a veces ajenas a su personalidad y
naturaleza-. Sus rostros podían contraponerse con los de otros, hasta el punto
de antagonizar entre sí. Lo único que tomaban por “cierto” eran las cualidades
y presencia que radiaban si aparecían. Sobre todo si algún acontecimiento los
favorecía o condenaba sin siquiera proponérselo.
En Eurípides y Alfonso Reyes hay diparusías e inparusías –más abundantes las primeras en el griego que en el
mexicano-. Diecisiete intervenciones pueden contarse en el dramaturgo griego[5].
De Ártemis se conoce sólo una: en Hipólito.
Pero si nos enfocamos en sus inparusías
–específicamente la de Ifigenia entre los
Tauros[6]-, veremos que sus fisionomías eran
inmutables, salvo si una deidad de verdad intervenía. Contrastándolas con las
de Ifigenia cruel de Reyes, éstas
sólo serían influyentes, hasta que Ifigenia, tomando el control de su vida,
daría término a ellas. Por eso, para comprenderlas, analizaremos no sólo a cada
Ártemis, sino cómo la Alfonsina –opuesta a la Euripídea- adoptó una ataraxia emancipadora[7], adquiriendo nuevo nombre: uno que, como
si se hubiese fundido en el tiempo y el espacio con su salvadora, ésta, simbólica
y terrenalmente la endiosaría y llamara: Hécate, encarnado así la voluntad y la
libertad de su persona.
En
sus orígenes, Ártemis no era la diosa de la caza agresiva de los mitos; tampoco
una malcriada desafiando a Hera, como la abordaría Homero[9],
ni una retratada con sorna por Platón[10],
buscando conocer el origen de su nombre bajo convenciones. Ártemis –inclusive
en sus inparusías Euripídeas y Alfonsinas-
era divinidad de la naturaleza salvaje y virgen y de los lugares inviolados de
la tierra donde los humanos no se atrevían a penetrar. (…) Alguien quien amaba
los claros arroyos, convirtiendo los manantiales cálidos en aguas curativas. Que
se le solía nombrar “la que suena” –keladeine-,
por cuya música procedía de la naturaleza salvaje, del espíritu del lugar, de
la lengua de los animales, las aves, los peces, los insectos; de la presencia
inmanente de la totalidad de la naturaleza como realidad sagrada (Baring y
Cashford, 2005: 372-373). Una deidad todavía sin ser cazadora que –parafraseando
a Calímaco en su Himno a Ártemis- “era
rodeada por sesenta Oceánides de los afluentes que completaban un coro aún sin
ceñidor, con veinte Ninfas Amnísides[11]
como criadas, para que cuidasen de sus sandalias. Morando en las montañas,
confundiéndose en las poblaciones (1999: 78-79)”. Una divinidad que no debía
rendirle cuentas a nadie de sus actos y a quien le preocupaba el bienestar de
los seres vivos en primera instancia.
Ésta Ártemis, en su pureza primitiva,
virgen, vinculada al culto de la Diosa Madre, prefiguraba en la mentalidad de
ambas Ifigenias, desde que abren el Prólogo; pero en la Euripídea partía del
recuerdo: cuando la diosa, arrepentida de aceptar el voto de Agamenón en ofrecer
la vida de su hija para salvar a Helena, se le había aparecido para arrebatarla
de la pira, entregando en su lugar a una cierva. Su única diparusía también era para rescatarla de las interpretaciones de
Calcas, quien –según él y la intensión que imaginaba de boca de Apollo- creía
que debía hacerlo ante la deidad Lucífera –su Ártemis- por ser “lo más hermoso
que había nacido en ese año: una ofenda de natalicio para levar anclas hacia
Troya”. Con ello buscaba redimirse en haberla condenado a ese suplicio convirtiéndola
en su sacerdotisa, pero con una consecuencia pasada por alto: debía servirle Ifigenia
“en el nombre de la bárbara”, responsable de desfigurar su piadosa figura sacrificando
extranjeros: los habitantes del Querosoneso táurico:
IFIGENIA.- (…) Mas
como si tuviera imposibilidad de navegar y vientos contrarios, dio en hacer un
sacrificio y Calcas le dijo estas palabras: “Agamenón, comandante de esta
expedición griega, no vas a levar anclas de esta tierra hasta que Ártemis
reciba a tu hija Ifigenia como sacrificio. Has hecho el voto de ofrecer a la
diosa Lucifer lo más hermoso que te ofreciera este año. Pues bien, tu esposa
Clitenmestra te ha parido una hija –me ha traído una ofrenda de natalicio-.
Tienes que sacrificarla.”
Conque me
arrebataron de junto a mi madre, por las artes de Odiseo, para casarme con
Aquiles. Cuando llegué a Áulide –¡pobre de mí!- me pusieron sobre una pira y me
iban a matar a espada. Pero Ártemis me arrebató, y entregó a los aqueos una
cierva en mi lugar. Me transportó a través del límpido éter y me estableció en
ese país de los Tauros, donde reina sobre bárbaros el bárbaro Toas, quien por
tener pies tan veloces como las alas ha recibido ese nombre, a causa de la
ligereza de sus pies.
Y me he
establecido como su sacerdotisa en este templo, donde la diosa Ártemis se
complace en esos ritos –fiesta de la que sólo el nombre es bueno (lo demás lo
callo por miedo a la diosa), pues sacrifico a todo griego que arriba a esta
tierra según una ley antigua de esta ciudad. Yo oficio el rito, pero las
muertes se ocupan otros en secreto dentro de ese recinto de la diosa (…)
(Eurípides, 1985:353-354).
Desoyendo
a otros poetas que negaban la versión milagrosa de la sustitución de Ifigenia
por una cierva; a Esquilo y a Píndaro, quienes contaban que la hija de Agamenón
murió degollada y sacrificada en honor de la diosa en el altar de Áulide (García
Gual, 2017: 102); y, por ende, la diparusía
y redención auténtica de Ártemis, Eurípides la rescata para recrear un
escenario perteneciente a la tradición de su tiempo: uno basado en un
sincretismo de diversas Ifigenias en diverso origen: la diosa Ática
identificada con Ártemis; la Táurica que, según Heródoto, la equiparaban con su
diosa madre Ifigenia, hija de Agamenón (iv, 103); y su homónima humana, hermana
de Orestes, Electra y Crisótemis e hija del mismo y Clitenmestra (Calvo Marínez,
1983: 341-342): un entorno en el que, paradójicamente, su Ártemis no aparecía
como personaje; pero que, en su inparusía,
Ifigenia intentaba encarnarla para los Tauros. Penuria que debía tolerar para
no cuestionar a la verdadera, que la había mantenido viva, pura y naturalmente
virgen a su imagen y semejanza sin que, materialmente, sacrificase a nadie;
pues era su deber ser su alter ego en la tierra para que los Tauros –y sólo
ellos- derramasen la sangre en su Ártemis local: una representación imaginaria hallada
en una ideología, cuya condición de existencia y de su mundo real (Althusser, 2005:
55) se basaba en justificar la muerte del otro, hasta que otra Diosa Madre
congénere, genuina, pero todavía sin redimirse –Athena[12]- frenase
aquella sangría.
Para la Ifigenia Alfonsina, su visión
sobre Ártemis Diosa Madre era más íntima. Casi teísta[13]. No
pretendía “ser-ella”; simplemente aprehender su divinal y portentosa imagen. “En
ella la llevaba, en ella la salvaba / y se hacía adelantar como a empellones, /
en el afán de poseerla tanto”[14],
dejando de lado cualquier falta que hubiese cometido. Su Ifigenia apreciaba a
ésta Ártemis, con virtudes y defectos. Su falta de recuerdos como hija de
Clitenemestra y Agamenón la incitaba a aceptar la naturaleza salvaje de muchas
caras y roles que protegía a la naturaleza, flora y fauna salvaje de otra mucho
más desenfrenada, que era la hybris humana.
Pretendía demostrar su devoción hacia ella en el fondo; pero la representación ideológico/icónica[15]
impuesta por los Tauros sobre su deidad inmoladora para poder existir la
obligaba no sólo a oficiar el rito, sino también a ejercerlo. Incluso si
“creía” que sus acciones estaban
influenciadas por un ajé –el propio
de los dioses para enajenar el juicio sano de los seres humanos (Bonifaz Nuño,
1998: x)-, como si de un determinismo
estoicamente imaginario –su heirmamene[16]- se
tratase.
IFIGENIA
(…)
yo estaba
por los pies de la Diosa,
a
quien era fuerza adorar
con
adoración que sube sola
como
una respiración.
-Y
pusiste en mi garganta un temblor,
hinchiendo mis orejas con mis propios clamores;
me
llenabas poco a poco
-jarro ebrio del propio vino-,
si
ya no me hacías llorar
a
los empellones de mi sangre.
De
tus anchos ojos de piedra
comenzó a bajar el mandato,
que
articulaba en mí los goznes rotos,
haciendo del muñeco una amenaza viva. (Reyes, 2017: 22).
Si comparamos a ésta Ártemis con la que
Reyes indagó en sus tratados inéditos que trabajaba a últimas fechas –Religión griega y Mitología griega[17]-, notaremos que se asemejaba a la de
origen exótico en Arcadia. No sólo con divinos rostros en los que se escondían
la deidad salvaje de los Tauros que aceptaba sacrificios humanos; también a la
Bendis[18] Tracia
que también acertaba a disfrazarse de Kora[19] y
de Hécate, a alguna diosa licia desde el más allá del Ida Troyano que tuvo
fieles en Ilión. A la misma deidad, cuyo trato constante con mujeres la
mezclaría, como a Hera[20],
con Febe (la Luna)[21]
(1964: 449). Eso era porque Ifigenia veneraba tales gracias y fallas sobre
ella: por verla alguien superior que conocía todo lo que sucedería en su futuro
siendo su sacrificadora, deseando, en el fondo, recordar su pasado y entender sus
ciclos previos olvidados e importantes.
Equiparando
eso en Reyes y en ella, salvando distancias, lo que buscaba el autor era algo
parecido: no darle importancia a los fallos históricos de su padre: el General
Bernardo Reyes, ni averiguar quién había sido –figurativamente y durante el 9
de febrero de 1913- el Egisto que lo había matado, como si hubiese caído como
otro Agamenón. Menos contemplar el triunfo pírrico que obtuvo por haberlo hecho.
Sólo sabía y quería elegir el camino de su libertad, descuajando de su corazón
cualquier impulso rencoroso o vengativo, por muy legítimo que pareciera, antes
de consentir la esclavitud a la más baja vendetta
(2008: 64); pero ligando la figura virtuosa de su padre, como su Ifigenia
estaba haciendo de su Ártemis Diosa Madre: único ser incapaz de ser liquidado y
de quién le había dado esperanza. Anhelaba, en el fondo, seguir el mismo
decreto que su padre le había exhortado seguir en De las Conferencias del Centenario a los ‘Cartones de Madrid’:
“Sigue tu camino (…) El mío se apresura ya a su término y no tengo derecho a
atravesarme en tu carrera (100)”.
El mayor obstáculo para la
protagonista de Reyes sería, no obstante, Orestes: su hermano marcado quién buscaría
poseerla, mostrándole a una Ártemis aparentemente feroz y subyugada a la
voluntad del despotismo “vidente” y patriarcal de su hermano gemelo Apollo.
III.
Ártemis
como Olímpica Sometida
La
Ártemis de los dos Orestes no era otra que, a la postre, sería la Griega. Al
contrario de las Ártemis Diosas Madres de las Ifigenias –la alter ego y la
íntima-, las Olímpicas de ambos –con sus matices- se parecían a la que los Himnos Homéricos[22]
solían retratarla:
XXVII
A Ártemis
1.
Canto a Ártemis, la del arco de oro, tumultuoso, virgen venerando, que
hiere ciervos, que se huelga con las flechas, hermana gemela de Apolo, el de la
espada de oro; la cual, deleitándose en la caza por los umbríos montes y las
ventosas cumbres, tiende su arco, todo él de oro, y arroja dolorosas flechas; y
también las otras cumbres de las altas montañas, resuena horriblemente la
umbría selva con el bramido de las fieras y se agitan la tierra y el mar
abundante en peces; y ella, con corazón esforzado, va y viene por todas partes
destruyendo la progenie de las fieras. Mas cuando la que asecha las fieras y se
complace en las flecas se ha deleitado, regocijando su mente, desarma su arco y
se va a la gran casa de su querido hermano Febo Apolo, al rico pueblo de
Delfos, para disponer el coro hermoso de las Musas y las Cárites. (…) (Himnos Homéricos, 1999: 117).
Aunque
los Minoicos le habían otorgado facetas benignas a Ártemis, los Micénicos hicieron
lo propio agregado otras más solemnes. Luego que Grecia la incorporara al
Panteón Olímpico[23]
como hermana a Apollo, la tornaron diosa de la caza y cazadores. Ahora era
quien les daba muerte a los animales, además de ser su divinidad protectora,
paradójicamente. Contradicción que se procuraba justificar en su papel, “si
tanto el animal cazado como la persona que lo cazaba estaba bajo su protección
(…) [, en la que] ambos aspectos (…) representaban dimensiones necesarias de la
vida (Baring y Cashford, 2005: 376)”, como austeridad y franqueza en la pureza
de sus devotos. Era, en suma, la deidad que garantizaba la gracia de
supervivencia y el inicio de una nueva existencia.
El acenso Dórico hizo que Ártemis tuviese
un rol más activo, y más fundiendo leyendas de diosas afines en su persona para
enaltecerla. No obstante, para Eurípides, la diosa estaba lejos de ser una
divinidad imponente: en su Hipólito, cuando
no se aparecía todavía en escena, esperaba austeridad en sus devotos; pero si
lo hacía se limitaba en apiadarse del inocente y garantizarle posteridad. Sólo podía
ser inmisericorde con deslices ajenos si no intervenían los designios divinales
formados por otros. Fue por eso que los de Aphrodite le permitieron restaurar
la némesis perdida por la hybris de Hipólito, quien desafiaba los
atributos de la diosa de las pasiones. El Devoto Artemisio cayó justamente por
eso: por ver “legítimo” denigrar a toda mujer que intentase arrebatarle su
virginidad, incluso si lo hacía su madrastra enajenada:
teseo.-
Señora,
que no muera.
Ártemis.-
Hiciste
lo terrible, más, con todo, 1325
aún te
está el conseguir el perdón de esas cosas;
pues
Cipris lo quería de modo que ocurriera,
su alma
aplacado; así la norma de los dioses:
no
proyecta ninguno a oponerse al deseo
de aquel
que quiere: pero nos abstenemos siempre. 1330
Pues
claramente sábelo: si no temiera a Zeus,
nunca
hasta esta vergüenza hubiera yo venido:
al
hombre a mí, entre todos los humanos más caro,
deja
morir. Empero, a tu equivocación
deja
libre el mal, primero, el no saber; 1335
después,
que la mujer muerta, de las palabras
las
pruebas soltó, así que persuadió tu mente (Eurípides, 1998: 73).
Para Eurípides, la diparusía de Ártemis implicaba hacerle de mensajera[24].
Estaba coaccionada, pero también permirtía compensar a la diosa: su acontecimiento
extraescénico catalizaba otro hecho no relatado en la tragedia, y que era
quedar a mano con Afrodite cuando reviviera y deificara a Hipólito con ayuda de
Asclepio[25].
En Ifigenia con los Tauros, sin
embargo, su inparusía representaba un
mensaje aparentemente mal divulgado a través de Apollo: para que le dijese a un
Orestes afectado por el até de las
Erinias a que su redención sólo se lograría si raptaba a la imagen que los Tauros
mancillaban de ella. Como si él mismo supiese de ante mano “qué hacer”:
ORESTES.- (…) Oh Febo, ¿qué trama es ésta a la que me has conducido con
tu oráculo? Desde que vengué la muerte de mi padre matando a mi madre, venimos huyendo
de nuestra tierra perseguidos por
relevos de las Erinias. Ya he realizado muchos viajes por caminos torcidos
desde que me dirigí a ti para preguntarte cómo podría llegar dar a fin a esta
locura, que me agita como a una rueda, y de los sufrimientos que he padecido
dando vueltas por Grecia.
Tú me ordenaste que me dirigiera a
los confines de la tierra Táurica, donde Ártemis, tu hermana, tiene sus
altares, y que tomara la imagen de la diosa que dicen cayó en ese templo del
cielo; que luego de tomarla con trampa o con un golpe de suerte, y correr el
riesgo, la entregara en tierra ateniense (desde ahí no se me dijo nada más). Y
que, cuando hiciera esto, tendría un respiro en mis sufrimientos. Pues bien, he
llegado, obedeciendo tus palabras, a esta tierra ignota y que odia a los
extranjeros (…) (Eurípides, 1985:356).
Para el Orestes Euripídeo, los gemelos de
Leto[26]
–los que él imaginaba ideológicamente- debían estar equivocados, o quizá sólo
la cazadora. Pero pocos argumentos tenía para defenderse porque, delirante,
creía ya “cierta” la leyenda de la procedencia de la imagen de la Olímpica: la
vía “inmaculada”. Su amigo Pílades, sin embargo –y muy contrario al Alfonsino[27]-
se oponía a verlos falibles; pues creía que nadie debía burlarse del oráculo de
un dios, y más si la diosa lo había elegido para poder cumplirlo. Su observación
sería tan influyente que los posteriores Episodios determinarían su colapso, de
no ser porque Poseidón y Athena vendrían a componerlo.
Con ello presenciamos un manantial de error crucial para aquél Orestes: su preocupación en favor de una doctrina[28].
Él no veía necesario conocerse a sí mismo previamente para entender el mensaje
dictado por los Olímpicos, sino en considerar subjetivamente[29]
lo que dictaminaban su Ártemis y Apollo: aceptaba “lícito” cometer otro crimen para
aplacar a las Erinias y la maldición de Tántalo, sin percatarse que su locura
alteraba su criterio. No vislumbraba que ninguno deseaba ver muertos ni heridos.
La Ártemis Olímpica del Orestes Alfonsino
también se hallaba subyugada, aunque no por intromisión de algún divinal congénere:
lo “estaba” para la cultura Helénica anacrónicamente instaurada que él mismo
preconcebía y representaba. Eso era lo que el até le inducía a pensar: ser “el elegido” para establecerla a su
regreso triunfante, recobrando a su vez a su hermana pedida, facilitando, de
igual manera, la imagen purificada de Ártemis: la suya:
IFIGENIA
Siento, como la ácida mañana,
madrugar al pavor de estar
despierta:
cenizosa conciencia
que torna la mentira de los
días
con una lumbre todavía de
sueño,
hecha de luz funesta que
tansparenta el mundo.
ORESTES
Te asiré del ombligo del
recuerdo;
te ataré al centro de que parte
tu alma.
apenas llego a ser tu prisionero,
cuando eras ya mi esclava.
En Áulide, los vientos no
prosperan
los adversos dioses redoblan el
resuello;
y para que los leños flotantes de
las naves
sigan el curso, piden
sacrificios.
La sangre de una virgen Artemisa
reclama.
IFIGENIA
¡Oh Diosa, voy a ti, pues tú me
llamas!
ORESTES
Aguarda, hay tiempo aún. –Ya los
oráculos
designan a Ifigenia.
IFIGENIA
¡Oh Diosa!
(Reyes, 2017: 48-49).
La actitud de este Orestes parte
realmente de un redencionismo ilusorio[30]
convertido en dogma[31].
En su persona autoadjuraba ser el escogido por los dioses para salvar de una
vez y para siempre su idea imaginaria de Ártemis Olímpicamente Sometida; pero
Ifigenia se negaba a aceptarla. La anagnórisis no iba servir como excusa para
abandonar a su Diosa ni lo que representaba ella en su vida; pues como afirma
Coral Aguirre: “tomaba para sí en la tradición griega el signo del expatriado,
del que, lejos de su patria, le estaba encomendada una tarea pública al
servicio de un personaje poderoso. En este caso la diosa Ártemis (2017: 84)”.
En la vida de Reyes sucedía algo semejante, aferrándose con la del general y
padre abatido.
Como lo afirma Gabriel Trujillo Muñoz:
para 1923, el regiomontano universal “tenía que mirar hacia México y
preguntarse cuál era el camino a seguir: la memoria clausurada para crearse de
nuevo a sí mismo sin el peso agobiante de su herencia familiar, o asumir esa
memoria (…) como el primer acto de
regreso a la tierra natal, como la sanación de sus males haciéndoles frente (2017:
193)”. Si bien Vasconcelos intentaba traerlo de vuelta prometiéndole un cargo
público, lo cierto era que, para Reyes, su Orestes era, en realidad, la vendetta mexicana y las heridas ajenas que
pudieron haberse producido. Su reconocimiento se basaba en no caer en la
primera ni ser víctima de la segunda. De ahí, para elegir el camino correcto de
la Libertad Artemisia, y sin repetir el erróneo de la Ifigenia Euripídea –rumbo
del cual no habría Athena que lo salvase de sí mismo-, es como hace partícipe
al Coro: conjunto incapaz de traicionarle ni a su Ifigenia en la obra para
poder hacerlo.
IV.
Ártemis reflejada
en el Coro
Los Coros de Eurípides y Reyes, aunque
parecidos en sus intervenciones durante cada Párodos y en cada Estásimo, difieren
en la gente que los constituye: los del primero eran cautivas Griegas; los del
segundo, Tauras libres, gente marinera y pastores, adornados con cuernecillos. Ninguno
era simple instrumento de la melopea,
o adornos placenteros aristotélicos; pero sí enemigo de todo elemento
inorgánico que les exigía a ser partícipes de sus respectivas fábulas (Reyes,
1997: 272). Pero su deber no se reducía a ello: eran el vox populi de lo que suponían que debía ser su respectivas Ártemis
y buscaban transmitirlo en cada Ifigenia sin abandonar la fidelidad de la
protagonista, resaltando su grandeza.
El Coro Euripídeo simbolizaba la voz
de las víctimas sometidas por la representación
ideológico/icónica de la Ártemis de los Tauros, fomentada por el rey Toas. Nadie
consideraba como propia a la local por ser contraria a su alada naturaleza. Creían
que los dioses debían aparecerse para dar fin a su suplicio. Que el sufrimiento
de Ifigenia debía escucharse y compartirse por eso; pues no admitían que su
Ártemis, en su inparusía, justificase
panglosianamente tales actos abobinables para salvaguardar a unos. Denuncian
justamente eso, cuando escuchan la interpretación del sueño de la protagonista sobre
la probable muerte de Orestes; pero comentando igualmente el destino que podría
depararles a los recién llegados, sin saber aún su identidad:
IFIGENIA.-
(…) Yo repruebo los pensamientos torcidos de esta diosa. Si un mortal se
contamina con una muerte, o si se toca con sus manos a una parturienta o a un
cadáver, lo rechaza de sus altares, ya que lo considera abominable. En cambio,
ella se complace en cruentos sacrificios humanos. No es posible que Leto, la
esposa de Zeus, hay parido semejante sinrazón. En verdad, juzgo que es
increíble el banquete de Tántalo a los dioses -¡qué se complacieron engullendo
a su hijo![32]-. Creo que los habitantes
de esta tierra, homicidas como son, atribuyen a la diosa su maldad. Pues no
creo que ninguno de los dioses sea malvado.
CORO.
Estrofa
1ª.-
Oscuros,
oscuros estrechos del mar, donde el tábano volador te lo pasó desde Argos al
mar Inhóspito cambiando Europa por la tierra de Asia.
¿Quiénes
serán los que han abandonado en Eurotas de hermosas aguas, de verdeantes
juncos, o la sagrada corriente del Dirce y han llegado, llegado a una tierra
insociable, donde la sangre humana empapa los altares y el templo porticado de
la hija de Zeus?
Antistrofa 1ª.-
¿Acaso
con el sonoro doble batir de sus remos de abeto han hecho navegar sobre las
olas su carro marino con brisas que seducen las velas, emulándose para acrecentar
la riqueza de sus palacios?
Si, pues
la esperanza es amada e insaciable para daño de los hombres que portan el peso
de su riqueza vagando sobre el mar y atravesando países bárbaros. Su esperanza
es la misma, más para unos la idea de riqueza está fuera de sazón y para otros
se sitúa en el centro (…) (Eurípides, 1985: 366-367).
Al encontrarse con Orestes, el Coro de Griegas
atestigua a este tenor la consumación de la venganza de Ifigenia gracias a los dioses.
Escucha cómo le relataban someramente la caída de los responsables de casi
matarla. Todo sin que supiese a detalla si Calcas murió de pesar por haber sido
superado por el adivino Mopso porque Héleno se lo había vaticinado, vía Apollo;
si Odiseo, aún vivo, seguía sufriendo bajo el cautiverio de Calipso tras perder
a su flota, vía Helios; si Aquiles pereció desangrado en su tendón, vía Apollo,
por una flecha disparada por Paris, pese a que Helena había sobrevivido ilesa
al lado de Menelao tras diez años de viaje de vuelta a Lacedemonia[33],
vía los Dióscuros. Lo que importaba es que estaban completamente seguras que
Ifigenia gozaba del momento: para estar presentes a todos los acontecimientos y
que presencien los secretos de la heroína (Reyes, 2017: 65). Desde su
pretensión por enviar un mensaje para que la rescaten, hasta su juramento en
nombre de la diosa –la Ártemis de todas- en prometerles a los prisioneros de dejarles
ir, si anunciaban a Orestes que Ifigenia seguía con vida, gracias a ella.
La Corifeo Euripídea y las suyas a vuelven
a creer, cuando Ifigenia y Orestes se reconocen. Lo conciben suscitado por otra
manifestación divina, pero por la inparusía
de la hija e hijo de Leto y Zeus. Ninguna juzga la previa diparusía de doble intensión[34]
hecha por Apollo y Athena durante el juicio ateniense, el testimonio que el
dios hizo o el emparejamiento de los votos realizados por la diosa. Lo
importante, para ellas, era que habían revelado su verdadero propósito como
deidades auténticamente redimidas: que por auxiliar a ambos Atridas
presenciarían cómo huían de los Tauros con la imagen de Ártemis y que, por posterior
y divinal gracia, ganarían su libertad y de ese residuo extrasemiótico que las estaba atormentando.
Para el Coro Alfonsino, no obstante, la apreciación
ante lo divino era muy distinta: siendo Tauro, en primera instancia su independencia
ya estaba asegurada. Como nadie representaba a “la barbarie”, pensaban que su
diosa materna sabía lo que hacía endureciendo los sentimientos de Ifigenia,
como inmoladora y garante de juntarse en fáciles corros, prendiendo labios a
labios y alternar amigos y familias en figuras y bailes. Su actitud asemejaba
al místico y catárticamente orgiástico de fieles que se asociaban para actos
colectivos –los thíasoi descritos por
Reyes en su Religión griega (1981:
125)-. Consagraban, en su caso, a su Ártemis como divinidad máxima, cuya
devoción podría recordar a uno dedicado a ella en los Himnos Órficos:
XXXV
PERFUME
DE ÁRTEMIS
El
maná
¡Óyeme, oh reina, ilustre hija virginal de Zeus, titánica, retumbante,
arquera de gran corazón, venerable, visible para todos, que llevas una
antorcha; diosa diciniana[35],
que proteges a las que paren, que acudes en ayuda de los dolores del alumbramiento,
sin que nunca lo hayas sentido, que desatas tu cinturón; furiosa, cazadora, que
calmas las inquietudes, que corres con rapidez, que te regocijas de tus flechas
que gustas de los campos, que caminas durante la noche, que velas a las
puertas; peligrosa, viril, equitativa, alimentadora de jóvenes, espíritu
inmortal, que matas a las fieras, que frecuentas las selvas de las montañas,
que hieres a los ciervos; incorruptible, venerable, reina de todos, dotada
siempre de juventud y de belleza, salvaje, aficionada a los perros, ilustre y
cambiante! Ven, diosa tutelar, que amas a los iniciados en los misterios; danos
los hermosos frutos de la tierra, la paz deseable, la buena salud de los
hermosos caballos, y ahuyenta hacia la cima de las montañas las enfermedades y
los dolores (Himnos Órficos, 2007:
96).
Como si la suya se hubiese unido igualmente
dentro de la tendencia al sincretismo que era característica del orfismo[36]
(Bernabé, 2003: 170), el Coro Tauro creía imaginariamente natural que su
Ártemis permitiese el sacrificio humano. No advertía que lo último había
surgido de un residuo extrasemiótico
ajeno a sus costumbres para sobrevivir. Lúdicamente suponían que su Misterio era
sólo una manera de pensar, aparte de las comunes y corrientes que sublimaban
las creencias generales sobre su diosa; pero advirtiendo que Ifigenia, por
mucho que intimase a la suya, no gozaba de la vida que ella les proporcionaba,
comenzaron a respetarla y confortarla por carecer ésta de recuerdos:
IFIGENIA
¡Ya es mío! ¡Ya es tuyo, Artemisa!
Y
subo, con un grito, hasta la eterna oreja.
Pero al furor sucede un éxtasis severo.
Mis
brazos quieren tajos rectos de hacha,
y
los ojos se me inundan de luz.
Alguien
se asoma al mundo por mi alma;
alguien
husmea el triunfo por mis poros;
alguien
me alarga el brazo hasta el cuchillo;
alguien me exprime, me exprime el corazón.
CORO
Respetamos el dolor
de
la que salió de la muerte
y
brotó como un hongo en las rocas del templo.
Sacerdotisa pura en traza de mujer,
nunca
divagaré por sus dos senos
de
virgen atleta,
ni gozaré tejiendo sus cabellos.
Nunca disfrutarán su piel mis manos,
ni
ha de tocarla sino de aire,
o
el agua donde suele romper con el contento
del
cabello sediento.
-Y te envidio, señora,
el
agrio gusto de ignorar tu historia (Reyes, 2017: 25-26).
Con tal cambio de mentalidad, el Coro Tauro
opta actuar como colectivo a su lado. Entendía que el hacer de Ifigenia dependía
del deseo y voluntad de la diosa Ártemis –la de su émulo como Diosa Madre en
este caso-. Que como lo describe Minerva Margarita Villareal: “recibía a los
cautivos, sacrificaba y destaza con destreza. Se había convertido en
receptáculo que devuelve las dádivas al santuario de la deidad que la protegió
de la muerte (2017: 139)”. Por ello, y para que la laguna de la memoria no
fuera un obstáculo en su ser –cumpliendo así con su ataraxia-, decidió engendrarla como su heroína. Más cuando un
pastor anunciara la llegada y captura del que será –en el caso Alfonsino- su
mayor enemigo: Orestes.
Diametralmente opuesto al contexto
presentado por el dramaturgo griego, en el del mexicano no estaba hecho para
presencia ningún alivio de venganza en Ifigenia, consumada por los dioses. En
su lugar –y tras recordar su pasado la Atrida-, evitará saber qué fue de los
responsables. Tal y como Reyes impidió conocer al Perseo que, con metralla en
vez de usar una cabeza de Medusa, acabó con la vida de su padre, Bernardo
Reyes, como lo hizo el personaje mítico con el Titán Atlas. El Coro Alfonsino
hacía todo lo que estaba a su alcance para acobijarla en la memoria de su
Ártemis –el general con sus virtudes y defectos- para que no la atraiga la
maldición de los Atridas, ni le surja el interés por la vendetta.
Con ello el Coro de Reyes presenciaría,
como recompensa, algo más grande e incomparable al contrario del de Eurípides. Una
gracia vuelta realidad por inparusía,
en la que su sacerdotisa adquiriría nuevo nombre, venerada por ella y los
Tauros a la vez: su apoteosis terrenal como Hécate.
V.
Ártemis nombrando
a Hécate
Hekate, by Maximilián Pirner, 1893
Aunque la hija de Asteria y Perses
tampoco apareció en Eurípides ni en Reyes como un personaje más, la naturaleza
de la diosa Hécate y lo que su nombre significaba lo hacía por lo que ambas
Ifigenias y reyes Toas aspiraban llegar: “que
podían lo que querían”[37].
Hécate era la diosa de la magia en la
mitología griega. Según Paola Vianello de Córdova, “su nombre también servía de
epíteto para Ártemis y Apollo. Era una divinidad lunar probablemente muy
antigua de la Luna, que fue identificada, con el tiempo, con numerosas diosas: Deméter,
Perséphone y Ártemis (2007: cccxiv)”. Pero su relevancia no recaía sólo ahí: su
esfera de influencia era celestial, marítima y terrenal. Por dioses porque Zeus
había ampliado los honores que la diosa había ya recibido[38],
y por humanos por los sacrificios que le dedicaban en su nombre, invocándola.
Así
como a los caballeros, a quiénes competían en los juegos, pescadores y pastores
–según Hesíodo-, si la miraban con benevolencia, a los mortales les concedía Hécate
dicha y los socorría: podía asistir la deidad en los procesos a los monarcas.
Descollaba de igual modo entre la gente en el ágora y, durante la guerra, a la
gente armada para otorgarles victoria y gloria favorables. Tales recompensas
eran las que esperaba recibir el rey Toas para los Tauros en las obras Euripídea
y Alfonsina, pero en diversos niveles. “Pudiendo
lo que querían”, en lugar de ser apacible con el prójimo u ofrecerle
sacrificios quemando muslos en su honor con liberaciones y ofrendas antes de
dormir o al levantarse[39], ofrecerían
forasteros. No había Ifigenia que estuviese entre ellos porque presenciaron su arribo
por Ártemis –la verdadera-, y de la cual debían respetar.
Ambos Toas fueron el alfa y omega que
determinó, ulteriormente, el sendero de las dos Ifigenias, aunque cada uno lo
viese de modo incorcodante: el de Eurípides lo hizo con desgano a causa de un
engaño: la llegada de Orestes le hizo creer que la imagen de la Ártemis Taura,
motu propio, se había dado la vuelta de su pedestal como signo de que era
impuro, y que debía ser lavado con purificaciones sagradas del mar. Lo mismo si
se hacía con la estatua de la deidad. Pensaba el monarca que si no obedecía a
Ifigenia, la representación
ideológico/icónica no se legitimaría. Que debía dar por válida la diparusía indirectamente suscitada
dentro del templo para seguir inmolando. El que descubriese la mentira motivó luego
a vengarse de los Atridas:
TOAS.-
¡Ciudadanos de toda esta tierra bárbara! Vamos, ¿no pondréis las riendas de
vuestros potros y correréis junto a la rivera? ¿No impediréis unos la salida de
esa nave griega y os apresuraréis a dar caza, con ayuda de la diosa, a unos
hombres impíos? Prendámoslos por mar o a caballo por tierra, y los arrojaremos
desde lo alto de las rocas o los empalaremos.
En
cuanto a vosotras, mujeres, cómplices de esta estratagema, ya vendré a
castigaros cuando tenga tiempo. No vamos a quedarnos con los brazos cruzados
ahora que tenemos ante nosotros esta urgencia (Eurípides, 1985, 405).
La diparusía
de doble intensión de Athena sobre la cubierta del templo y durante el
clímax impide el desquite en el nombre de su Ártemis imaginaria:
ATHENA.-
¿Adónde, rey Toas, adónde conduces esta persecución? Escucha a Athena estas
palabras: deja ya de perseguirlos, deja de impulsar el torrente de tu ejército.
Orestes h venido aquí forzado por el oráculo de Loxias. Está huyendo de la
furia de las Erinias y quiere llevar a su hermana a Argos, y la imagen sagrada
a mi tierra, para librarse de sus males presentes. Ésta es mi palabra por lo que
a ti toca.
Poseidón,
por hacerme un favor, ha calmado las olas del mar para que Orestes, a quien tú
crees que va a matar sorprendiéndolo en medio de la tempestad, la atraviese con
su nave. Y tú, Orestes –pues escuchas la voz de la diosa aunque no estés aquí-,
ahora que conoces mis deseos marcha llevando la imagen y a tu hermana.
Cuando
llegues a Atenas, construida por los dioses, en el último extremo del Ática,
junto al monte Caristio, hay un lugar sagrado que a mi pueblo ha dado el nombre
de Halas. Ahí construirás un templo e instalarás la imagen dándole el nombre de
la tierra Táurica y de los sufrimientos que padeciste recorriendo la Hélade
bajo el aguijón de las Erinias.
En el
futuro los hombres celebrarán a Ártemis con el nombre de diosa Taurópola.
Establece ese rito: cuando el pueblo celebre tu rescate de la muerte, que
pongan un cuchillo sobre el cuello de un hombre y dejen correr su sangre para
la purificación y a fin de que la diosa reciba
sus honras.
Y tú,
Ifigenia, has de ser clavera de esta diosa en los balcanes sagrados de Braurón.
Allí serás enterrada cuando mueras, y te dedicarán en ofrenda los sutiles
peplos bordeados que las mujeres dejan en su casa cuando mueren en el parto.
Ordeno que
envíes lejos de esta tierra a esas mujeres griegas en virtud de una decisión
justa (405-406).
Al contrario de la intervención de
Ártemis, en Hipólito, la de la Athena
Euripídea no estaba obligada por nadie. La realizó porque ya estaba planeada. Se
infería en los recuerdos lúcidos de Orestes: Apollo y ella sabían que Toas
vería con malos ojos e injustificable robar su ícono sin explicarle ni rendirle
cuentas de antemano; y que por los antecedentes que ella misma había causado en
Ilión y fama por no obedecer las palabras de sus congéneres[40], la
diparusía carecería de sano juicio.
Opta el rey por obedecerla, no tanto porque fuera una deidad o si se
reivindicaría ella después[41],
sino porque abarcaba y superaba el entendimiento humano, aún si no lo
compartía. Comprendía que su otrora sacerdotisa, recibiendo honores divinos
tras su muerte, se le identificaría despectivamente como a una Hécate del
Inframundo sin siquiera autonombrarse. Sería diosa subterránea, reina entre los
espectros, maga y fantasma, con frecuencia siniestra (Reyes, 1985: 457) por
culpa de otra que seguía sin comprender lo que implicaba serlo. Sería,
irónicamente, la crítica del propio Toas la que motivaría a Athena que lo
hiciese, purificando auténticamente tanto a Odiseo como a sí misma al
percatarse de sus errores, como se vería en La
Odisea.
Si se analizara a fondo la diparusía de la Athena Euripídea,
veremos que, efectivamente, no trajo felicidad alguna a los personajes, como
afirmaba Murray. El propio Reyes, en su Comentario
a Ifigenia cruel de 1923, decía, incluso, que no admitía ya nuestra
inteligencia esos medios de salvación –la pseudonémesis
retributiva que la diosa, todavía sin reivindicarse a sí misma, solicitaba
en degollar para Taurópola y purificar la imagen de Ártemis en su caso-. Que una
maldición no se redimía sino con el choque de otra fatalidad. De ahí que, en su
lugar y para deslegitimar toda vendetta,
cargara a Ifigenia de un dios tan rudo y tan altivo –la órficamente deformada de la Ártemis Taura-, y que en ella rematara
el daño de la raza, como una flecha que rebotara contra un escudo (2017: 68). Era
importante para él hacerlo como una puerta para librarse del resentimiento que
sentía por lo le hicieron a su padre en 1913. Pero también para no caer en el
olvido en el ámbito literario mexicano, “con el derecho como creador a hacer
uso de la tradición y de legitimarse durante el proceso (Barrera Enderle, 2017:
233).”
El Toas Alfosino sirvió con ese fin
metamórfico: para que concediese la Gracia Artemisia e iniciática a Ifigenia al
momento de clamar: “¡No quiero!”. Era
arconte sabio y pasivo; contrario al Euripídeo. Calificado como para remover el
código extrasemiótico del culto a la
diosa que él mismo había instaurado sin que ningún Olímpico emergiese y se lo
hiciera ver. Testigo igualmente de las pretensiones de Orestes como redentor ilusorio, cuando les permitió
hablar, pues esperaba de él –más que de Pílades- la revelación de la identidad
de su sacerdotisa sin nombre y que ésta defina su superobjetivo de existencia[42]:
ORESTES
Me seguirás, y
ceñirás la vida
a que
las altas normas te condenan.
Cualquier
dolor pasado
es, a
los mismo dioses, duro espanto.
¿Quieres
romper con la Necesidad,
vuelta
contra el latido que llevas en el vientre?
¿Y qué
harás, insensata,
para
quebrar las sílabas del nombre que padeces?
IFIGENIA
¡Virtud
escasa, voluntad escasa!
¡Pajarillo
cazado entre palabras!
Si la
imaginación, hechizada de fantasmas,
no sabrá
ya volver del barco en que tú partas,
la
lealtad del cuerpo me retendrá plantada
a los
pies de Ártemis, donde renazco esclava.
Robarás
una voz, rescatarás un eco;
un
arrepentimiento, no un deseo.
Llévate
entre las manos, cogidas con tu ingenio,
estas
dos conchas huecas de palabras: ¡No
quiero! (Reyes, 2017: 57-58).
Es ahí justo donde Toas vislumbra la
epifanía de la Ártemis genuina por Ifigenia: ella ya no deseaba que se sacrificara
más gente en su nombre porque su protegida había cambiado puramente su destino.
Había trascendido, siendo ya otra y deificada como Hécate, aunque no lo dijera:
TOAS
Como
dirigiéndose a Ifigenia
Todo lo
sé: la onda cordial sensata,
voluntad
que anulaste la porfía
del bien
y del mal; dureza generosa,
basa de
templos, muralla de ciudades.
Boca de
dictar leyes,
mano de
hacer y deshacer cadenas,
frente
para corona verdadera,
¿qué
nombre te daremos?
Todo lo
sé: la onda cordial desata,
cólmate
de perdón hasta que sientas
lo turbio
de una lágrimas en los ojos:
Mata el
rencor, e incéndiate de gozo.
CORO
Alta
señora cruel y dura:
compénsate
a ti misma, incomparable;
acaríciate
sola, inmaculada;
llora por
ti, estéril;
ruborízate y ámate, fructífera;
asústate
de ti, músculo y daga;
escoge el
nombre que te guste
y llámate
a ti misma como quieras:
ya abriste
pausa en los destinos, donde
brinca la
fuente de tu libertad (Reyes, 2017:59).
Simbólicamente, Ifigenia ahora se llamaba
Hécate como su homónima hesiódica[43].
Lo logró porque “pudo lo que quiso”:
su ataraxia liberadora. Parafraseando
a Alfonso Rangel Guerra, alcanzó un proceso “dudosamente helénico”, como una
visión transformadora ajeno a la tragedia (2017: 82). Una que, más que romper
con la sumisión de los dioses, quebró la legitimidad imaginaria de los que
concebía Orestes como “civilizados”; comprendiendo que sólo así podría depurar
la percepción sobre Ártemis, tornándola Diosa Madre de genuino Misterio, si
dejaba de ser una Atrida y sin liquidar a nadie.
VI.
Conclusiones
sobre ambas obras
Con tales caras sobre Ártemis, lo que
nos presenta Reyes, en Ifigenia cruel,
es que era y es posible evolucionar como individuos sin apegarnos a esquemas,
creencias o a traumas. Como si la divinal y positiva transformación de su
heroína en Hécate nos permitiese sernos libres en nuestras vidas bajo tres rumbos
distintos y simultáneos a la vez: en facultades, convicciones y deseos.
Es importante resaltar tal análisis
sobre Ártemis y Hécate en la obra del regiomontano universal: como creencia,
son un símbolo de emulación sin importar que no se aparezcan o que no sean
personajes. Si bien fue indudable que la primera catalizó las peripecias de
Ifigenia, la segunda, sin ser nombrada, la liberó de toda desgracia. De ahí
que, en la lectura, no se les deba menospreciar: porque nos enseñan lo que
debemos hacer y ser sin que la cruda y material realidad nos limita o
predisponga. Que como si alcanzaremos a
ser divinos en espíritu, avanzásemos sin temer a la vida y a la incertidumbre:
para ser más allá en el mundo, transformándolo con el ejemplo.
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[1] Hemos usado el nombre “Ártemis”
–en su versión original del griego: Ἄρτεμις- para referirnos a la diosa.
Prescindimos de su forma española –Artemisa- porque Reyes así lo hizo, al
corregir y mejorar lo impreso y lo inédito (Mejía Sánchez, 1981: 12) (cf. sus
tratados inéditos: Religión griega, Mitología griega (1964) y Los Héroes (1965); la impresa Junta de sombras (1949), así como su
reimpresión de 1965, al lado de Los
Héroes en sus Obras Completas, v.v.
XVI y XVII, donde puede notarse
tal cambio).
Sólo haremos caso omiso al citar a Ifigenia cruel para respetar el rimo
original del poema.
[2] El término “némesis”, para los antiguos griegos, significaba realmente
“dignidad” o “justicia distributiva” (cf. Nemein=distribuir).
Como diosa y personificación de ésta, poseía funciones de castigar y de
reestablecer el orden comprometido por la hybris.
Para Hesíodo –en Los trabajos y los días-
estaba igualmente asociada con la divinidad Aidós –entendida como “honor” o
“modestia” (Vianello de Córdova, 2007: cccxxiv). No representaba a la venganza;
pero por la actitud implacable que tenía, se le equiparaba a Ártemis a veces.
[3] El término parusía –“presencia, llegada”- proviene del griego: παρουσία, la
Real Academia Española suele definirlo como: “advenimiento glorioso de Jesucristo al fin de los tiempos” (RAE, 2017: 16 de junio de 2017); pero,
para nuestros fines, y no confundirla con el efecto forzado y asociado al deus ex machina, acuñamos el término: “diparusía” (“divina llegada”, partiendo
del latín: divus –divino-) para
describir las que las deidades hacían en sí para la consecución de la némesis –tuviesen o no segundas
intenciones-.
[4] La acepción “inparusía” –“no-llegada”- es nuestra. La
acuñamos para connotar la-no-presencia-física de las deidades ante el género
humano, especialmente las de la Ártemis de Eurípides y Reyes.
[5] No es lugar aquí para analizar las diparusías
de todos los dioses de Eurípides. Sólo ejemplificar la de Ártemis, en Hipólito, para entender cómo su inparusía, en Ifigenia entre Tauros y la aparición de Athena determinó la vida de
Ifigenia, a diferencia de la de Reyes en Ifigenia
cruel.
[6] En el tomo #24 de la Colección:
“Sepa cuántos…” de Porrúa, dedicado a Las
diecinueve tragedias de Eurípides, a ésta obra se le tituló: “Ifigenia en Tauris”. No obstante, como
lo afirmó Hugo Hiriart –parafraseando a Carlos García Gual-, “no se le podía
llamar así porque sucede que un lugar llamado ‘Táuride’ [–o Tauris-] nunca ha
existido (2017: 96)”, pues Heródoto no le dio nombre a región en la que los
Tauros vivían –la actual Crimea-. Por eso nombraremos a la obra Euripídea Ifigenia entre los Tauros para evitar
confusiones con el título de Porrúa.
[7] La ataraxia –“imperturbabilidad”- era la consecución a la que se
aspiraba llegar en los estoicos: predicaba un ética del esfuerzo o tensión
necesaria paa conquistarla y llevar una vida tranquila (Aceves Magdaleno, 1983:
153). La ataraxia final de la Ifigenia de Reyes fue, en su caso, emancipadora porque no sólo la alcanzó,
sino que la liberó de cualquier destino impuesto, convirtiéndose así en Hécate.
En el último capítulo explicaremos en qué sentido simbólico lo hizo.
[8] La Diosa Madre era deidad de
fertilidad general. En ciertas culturas, además de eso, fungían como
representación de la Madre Tierra; pero en otras su rol se diversificaba y
sincretizaba con las de otras.
En el caso de la gran diosa de Creta minoica
y micénica su imagen no se perdió con la desintegración final de las culturas
minoicas y micénicas en el 1,200 a. N. E. y, tras una “edad oscura” de unos 400
años, volvió a emerger a Grecia; y los hizo (…) como una realidad subyacente
cuya presencia en muchos ámbitos de la vida no podían ignorarse. Fue a partir
del siglo VIII que comenzaron a aparecer diosas y dioses con las manos asadas
en el gesto minoico de epifanía (Baring y Cashford, 2005: 51).
En ese sentido, virtudes de la Diosa
Madre se vinieron reflejando en Gaia, Dione, Ariadne, Hera, Athena, Deméter,
Kora, Aphrodite, Cibeles y Ártemis. Y en el caso de la última acabaría siéndolo
como una de la naturaleza, como su guardiana protectora, hasta el punto de
serlo de la caza, la fertilidad y de los partos.
[9] Reyes supone que la animadversión
de Homero hacia Afrodite y Ártemis, en La
Ilíada, se debía a una teológica contra un mito de raza vencida, imperfectamente
helenizado (1983: 449): el culto minoico de la Diosa Madre; repartido en sus
parejas masculina micénicas; reprimido posteriormente por el sistema patriarcal
dórico (cf. Rapsodias V y XX, donde
se ve cómo menosprecia él a la primera por salvar a Paris de Menelao, haciendo
que Diómedes la hiera bajo órdenes de Athena; y cómo humilla a segunda a través
de Hera por favorecer aventuradamente a los teucros).
[10] Platón, en el Cratilo, sugería –a modo burlesco, según
Osmanczik – que el origen del nombre Ártemis parecía significar lo casto –artemes- y lo decente, por su deseo de
permanecer virgen; pero quizá, quien la llamó así, deseó nombrar a la diosa
“conocedora de la virtud” –aretes histor-;
que posiblemente también la quiso llamar así porque odiaba el acto del hombre
de fecundar en la mujer –aroton misesases-;
que quien había establecido este nombre, se lo dio o bien por una de esas
razones o bien por todas ellas (2008: 37).
[11] El origen de estas Ninfas es
importante, pues Calímaco –desde una visión helenística- rescataba la
influencia minoica que pudo haber tenido Ártemis con la Diosa Madre: describiendo
cómo en el río Anmisio desembocado al norte de Creta se rendía culto a un tipo
de poder curativo representado en época histórica por Ilitía, diosa de los
partos –identificada con Ártemis- (1999: 78), y por cómo narraba el tránsito de
la diosa desde la ingenuidad y candor de la niñez hasta la plena condición de
soberana (…) y adornada con dos preciosos dones: la impartición de justicia,
privilegio hasta entonces sólo al alcance de Zeus, y el magisterio de la
poesía, poder que su hermano Apollo habría de compartir con su hermana (30).
Rasgo ya más cercano al micénico.
[12] Al igual que Ártemis, también
nombraremos a las demás deidades en su pronunciación original.
[13] Teísmo es la creencia en una
divinidad personal y providente, creadora y conservadora del universo (Aceves
Magdaleno: 1983, 338). También en la de la existencia de los dioses, donde hay
uno inmanente –activo- en la creación y trascendente –aparte- de él (Océano,
2001:219). Se opone al Deísmo, que aunque reconoce la existencia de una deidad
creadora, no admite revelación ni culto alguno (Aceves Magdaleno: 1983, 333),
por creer que no interviene directamente en los asuntos del mundo (2001,
Océano: 66).
La Ifigenia de Reyes era casi teísta porque
creía en una Ártemis personal que, por haberle salvado la vida, la había
escogido para eliminar toda gente foránea que intentase destruir el mundo
idílico y mistérico de los Tauros, aunque no pudiera compartirla.
[14] Parafraseo de la última estrofa
de +9 de Febrero de 1913 de Alfonso
Reyes:
(…)
“es
porque en mí te llevo, en mí te salvo,
y
me hago adelantar como a empellones,
en
el afán de poseerte tanto”
(1996: 147).
[15] Umberto Eco llama ícono a aquél objeto que lo sea mediante
artificios gráficos –o de otra clase- con propiedades culturales que se le
atribuyen; pero con código de
representación icónica al que establezca qué artificios gráficos
corresponden a sus rasgos de contenido o a sus elementos pertinentes
establecidos por los códigos de reconocimiento (2006: 305-306).
En el caso de Eurípides y Reyes, la imagen
que los Tauros tenían y adoraban de Ártemis era lo que se podría llamar: código de representación ideológico/icónica
porque incluía un residuo extrasemiótico:
uno que determinaba la semiosis en la mente de la gente para catalizar un
proceso abductivo alienable: venerarla como “cazadora de extranjeros hostiles”.
[16] Heirmarméne –o Ἑιμαρμενη-
era un término estoico para referirse a la Necesidad o al Hado. Creían que todo
acontecimiento era resultado de una verdad eterna y una ininterrumpida
secuencias de causas (Cicerón, 1984: 58). Y que si toda era suficiente para que
se diese el efecto que se producía era porque había un dios que derivaba su
conocimiento de ese cosmos y, en particular, de su futuro, a partir de aquél
que tenía de los ciclos pasados (Molina Ayala y Salles, 2009:
xxxiii-xxxv).
En Sobre
el destino, Alejandro de Afrodisia –director de la escuela peripatética de
Atenas del año 198 al 209- lo criticaba porque decía que si la naturaleza de
hechos diera cabida a las cosas futuras, sería sumamente razonable que nadie
más que los dioses conociera las cosas que van a darse. Pero cuando ella era
incapaz de admitir esta clase de predicción y pronóstico –como intentar que dos
por dos sean cinco-, ya no era razonable ni siquiera que los dioses conociesen
algo imposible (56).
En ese sentido, usamos el término: “determinismo estoicamente imaginario”
para connotar la actitud inicial de la Ifigenia Alfonsina sobre su herimarmene.
[17] Claudio Maíz cuenta que en el
corpus de temas helénicos de Reyes estaban –además de las traducciones: Introducción al estudio de Grecia de A.
Petriere (1946); Historia de la
literatura griega de C. M. Bowra (1948); Eurípides y su tiempo de G. Murray (1949); y sus nueve primeros
cantos publicados de la Ilíada,
subtitulado: Aquiles agraviado (1951)-
también su estudio comparativo entre las tres “Electras” de 1908
(publicada en Cuestiones estéticas,
1911); 1924, su Ifigenia cruel (…);
tardíamente La crítica en la edad
ateniense (1941), La antigua retórica
(1942), Panorama de la religión griega
(1948), Junta de sombras (1949), Estudios
helénicos (1957), La filosofía
helenística (1959) (2017: 164). Pero si hacemos caso a Ernesto Mejía
Sánchez, podríamos incluir sus póstumas: Religión
griega, la primera parte sobre Mitología
griega centrada en los dioses, y la segunda consagrada a Los Héroes.
[18] Bendis era una diosa que
mostraba más rasgos de Ártemis como cazadora que como Diosa Madre; pero relucía
aspectos con Perséfone y Hécate, sobre todo por ser una nocturna como la
última.
[19] Kora era el nombre primitivo
para la hija de la diosa Deméter. Eventualmente, en su versión Jónica y en La Odisea, se le nombraría Perséfone.
En Religión
griega y Mitología griega, Reyes
también usa ese nombre para referirse a Perséfone.
[20] El culto a Hera, asociado al de
la Diosa Madre cretense, tenía mayor injerencia que el de Zeus: él era sólo el
elegido de ésta. Como el nombre de Ártemis, tampoco era de origen indoeuropeo
como el de Zeus –el de Hera significaba
“señora”-; y las imágenes de serpientes, leones y aves acuáticas que le
acompañaban le otorgaban un linaje más antiguo (Baring y Cashford, 2005: 361).
Posteriormente, los Dorios la harían subordinada a él, respetando su rol
vinculado la maternidad y a la fertilidad humana y terrestre. Los espartanos,
más tarde, llegarían a relacionarla y dignificarla con la deificación de
Heracles.
[21] Febe –o Phebe- era una de las
Titánides e hija de Ouranos y Gaia –Urano y Gea-. Casó con Ceo –o Koios- y le dio dos hijas: Leto y Asteria.
Solía atribuírsele la fundadora del Oráculo de Delfos, como seguidora de Themis
(Grimal, 2008: 195). Se cree que al relevarse a esta última con Apollo,
haciéndolo nieto de Phebe y hermana gemela de Ártemis pudo haber sido por
influencia Micénica.
[22] Francesc Ll. Cardona expone que
los Himnos Homéricos eran poemas
épicos atribuidos a Homero; pero que, pese a eso, estaban dedicados a los
dioses como elogio o implorando su protección. (…) Algunos autores, por ello,
insisten en su unidad salidos bajo la pluma, canto o inspiración de un mismo
autor: Homero, pero recogiendo un fondo épico tradicional que se remontaba más
allá de la imaginación dórica del siglo XII (1999, 9-10).
Para distinguir similitudes y diferencias
entre la Ártemis del himno con las demás homéricas (cf. Himno XXVII a Ártemis con las aparecidas en La Ilíada, V, 447; VI, 205, 428; IX, 533-542; XX, 39-71; XXI,
505-513; XXIV, 606 y las inferidas en La
Odisea, V, 121-124; XV, 409-411, 478; XX, 71).
[23] Aunque generalmente lo
constituía: Zeus, Hera, Poseidón, Deméter, Apollo, Ártemis, Ares, Aphrodite,
Hermes, Athena, Hefaistos y Hestia –cosa que imitaría Roma con Júpiter, Juno,
Neptuno, Febo/Apollo, Diana, Ceres, Marte, Venus, Minerva, Vulcano y Vesta-,
mucho se ha debatido sobre el origen del número –ya sea “por haber tenido algún
sentido sagrado, por corresponder a las dedacópolis, o conjunto de doce
ciudades jonias de Asia Menor, o a los doce meses; o bien, a las nociones Caldeas
que Platón heredase de Eudoxio, inspirándose en la cifra en los doce signos del
zodíaco (Reyes: 1964, 408)”. Lo cierto era que cada divinidad tenía bien
definido su papel y dominio en el Panteón Olímpico para evitar recelos y
conflictos. Independientemente si se ampliaba o alternaba con Ploutón, Kora,
Dionysos y Hebe.
[24] En la Crítica en la edad ateniense –analizando a Aristóteles- Reyes
indica que el deus ex machina se
maneja mejor para hechos extraescénicos, “en que el dios hace de mensajero, o
para la revelación del pasado o del porvenir que sólo un dios abarca y que
supera el entendimiento humano (1997: 269)”. Lo mismo podríamos decir de diparusías que se preludien argumentalmente
por alguien o si se dejen pistas sobre ellas.
[25] En otras versiones, tras la
muerte de Hipólito, Ártemis acude con Asclepio para que lo resucita,
desquitándose así con Afrodite. Luego lo transporta ella hacia Italia: su
santuario de Arcina al borde del lago Nemi, asociado a la Diana de Nemi. Lugar
donde Hipólito sería identificado con el dios romano Virbio, compañero de Diana
en Aricia (Grimal, 2008: 136, 273).
[26] Leto –Latona para los romanos-
era la madre de Ártemis y Apollo en la mitología griega y engendrados por Zeus.
Resalta por su leyenda de la concepción de ambos dioses, sus peripecias para
lograrlo contra los deseos de Hera, y la devoción que sus hijos le profesaban
para protegerla y respetar su dignidad.
[27] En Ifigenia cruel, Pílades tiene casi nula participación: su único
papel era sólo darle la razón a Orestes para que explicase su venida tanto a
Ifigenia como al rey Toas, y que no estaba bien que callase.
En su Breve
noticia, Reyes explica su pretensión con este personaje:
“(…)
Respecto a la exhibición de formas lógicas mediante las cuales Orestes llega a
comprender que Ifigenia es su propia hermana, no se carguen solamente a mi
cuenta, sino también a cierta pedantería filosófica y raciocinante, propia
del griego en vías de definición que es
Orestes, como nos lo hubiera pintado un griego en tiempos clásicos: otro
anacronismo. Aquí oímos a Pílades pronunciar la única palabra que ha de
pronunciar en todo el poema: el monosílabo “No” (2017: 17)”.
Con ello Reyes nos decía que su Pílades
sólo sería cómplice en la consecución de la anagnórisis entre hermana y hermano
Atridas.
[28] Jaime Balmes llama manantiales de error a las falsedades de
juicio que dependen muchas veces de la mala percepción. Distingue seis tipos
diferentes: 1) Proposiciones demasiado
generales; 2) Axiomas falsos; 3) Definiciones inexactas; 4) Palabras sin definir; 5) Suposiciones gratuitas; y 6) Preocupación en favor de una doctrina.
Es importante el último porque el Orestes de Eurípides estaban dominados por
una angustia que no buscaban en otras fuentes ni en las cosas lo que realmente
había para interpretar la palabra-en-sí de Ártemis por medio de Apollo, sino en
lo que les convenía para apoyar sus opiniones sobre lo que “dictaban” su
Ártemis-olímpicamente-sometida y Apollo-délfico-autoritario imaginarios.
[29] El subjetivismo, para Hessen,
limita la validez de la verdad al sujeto que conoce y juzga. Puede ser
individual –recayendo en un individuo humano- o general –haciéndolo en todo el
género- (2000: 43).
La subjetividad de este Orestes era
individual porque para él le era válido expresarlo.
[30] La Real Academia Española define redimir
como “poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o penuria
(RAE, 2017: 25 de junio de 2017)”.
Enrique Krauze lo usa en su obra Redentores
para hacerlo en gente encarnada en la vida de seres humanos concretos que
vivieron apasionadamente con intensidad religiosa y serenidad teológica para
representar ideas que pudiesen salvar de una vez y para siempre a algún país
(2013: 13). Partiendo de lo anterior, añadimos ilusorio para describir al antagonista literario que pretende hacer
lo mismo en su locura, pero fallando en el proceso.
El Orestes Alfonsino entraba justo en esta
categoría porque no creía estar enajenado en sus pretensiones.
[31] Hessen entiende al dogmatismo
como aquella postura que supone absolutamente la posibilidad y la realidad
entre el sujeto y el objeto, fundándose en una confianza total en la razón
humana (2000: 35).
Ese Orestes era dogmático porque ignoraba
que el conocimiento que requería para redimirse implicaba relación: la que
debía escuchar y respetar de su hermana para hallar juntos una solución sin
tener que obligarla a repudiar a la Ártemis de ella en favor de la de él.
[32] Nótese la ira de la Ifigenia de
Eurípides describiendo ese mito: olvidaba que Deméter fue la única en injerir
el hombro de Pélope y se arrepintió por ello. Que no sólo se lo repuso tras
revivirlo restaurando la némesis,
sino que los demás Olímpicos castigaron la hybris
de Tántalo, demostrando así que ninguno se había complacido por el engaño
que el rey Frigio o Lidio les había hecho.
[33] El destino ulterior de Helena de
Lacedemonia e Ilión difirió en muchas versiones: Apolodoro afirmaba que fue
deificada y transportada hacia los Campos Elíseos o a la Isla de Leuce junto
con Menelao (Epítome VI, 29). Pausanias reiteraba lo mismo, pero casada con
Aquiles (30).
No obstante, antes de ellos, Eurípides
dramatizó un resultado intermedio: en su Orestes
–obra posterior a Ifigenia con los
Tauros-, tras ser herida de muerte por Electra y él para vengarse de
Menelao por abandonarlos, Apollo se manifiesta, detiene el conflicto y endiosa
a Helena para que guíe a los navegantes reinando en la región del éter.
[34] Término nuestro para definir una
aparición divina, simulando una némesis
para unos, pero facilitando la genuina a otros. Eurípides, al retomar y
reinventar una escena de Las Euménides
de Esquilo hizo algo parecido:
Eliminando al espíritu de Clitenmestra y
el renombramiento de Las Erinias por Euménides, en Ifigenia con los Tauros deja que las segundas sigan acosando a
Orestes. Por inferencias en los recuerdos lúcidos de éste, transforma los
argumentos patriarcales de Apollo y la coacción de Athena en los votos como una
fachada: para hacerles ver que pretendían purificarlo si recobraba la imagen de
Ártemis y a Ifigenia de los Tauros sin develar eso último. Todo para que la
responsabilidad de asignarle tal acto recayese en los mimos Olímpicos,
indicando que también se estaban reivindicando por obedecer al destino, aunque
Toas no lo creyese.
[35] Diosa cretense, identificada
después con Ártemis –y en Egina con la Ninfa Afea-. Huyendo de Minos se arrojó
al mar, donde cayó en las “redes” –dikiya, de ahí su nombre- de unos pescadores
(García Gual, 1985: 358). También se la relacionó con Britomartis.
[36] El orfismo, más que una secta
“herética”, era un movimiento religioso muy divulgado en la Hélade y Roma.
Pretendía fundarse en principios doctrinales que provenían de la cabeza de
Orfeo tras su muerte por las Báquides. A él se le atribuía la instauración de
los Misterios de Hécate en Egina, de Deméter en Esparta y de Apollo en Tracia.
Investigadores, como Alberto Bernabé, remontan su origen hacia el siglo VII a.
N. E. en tiempos de Hesíodo.
Según Ángel Ma. Garibay, la principal
doctrina era referente al hombre; pues de acuerdo con Platón, pensaban los
orfistas que el cuerpo era una tumba, en la cual el alma estaba prisionera. Era
ella una chispa divina y tenía que evolucionar para hallar su libertad (2007:
279-280).
[37] Para Vianello de Córdova, el
nombre de Hécate parecía significar “que
puede lo que quiere”.
[38] En la Teogonía, Hesíodo le dedica un himno exclusivo a Hécate (vv.
404-411). La describe omnipotente por cómo Gaia y Ouranos le otorgaron muchos
privilegios, que luego Zeus confirmó, aumentándolos: parte de la tierra, de la
mar infecunda y del cielo estrellado. Áreas de influencia, tanto por ser hija
unigénita siendo neutral durante la Titanomaquia, como por conceder a los
dioses dicha por tener el poder para hacerlo.
[39] Para saber más cómo los seres
humanos piadosos ofrecían sacrificios a los dioses (cf. Los Trabajos y los Días, vv. 336-340).
[40] Para entender mejor por qué Toas
dudaba de la honestidad de Athena al aparecérsele (cr. Ilíada, IV, 64-133; V, 121-133; VIII, 357, 432-457; XV, 613-614;
XX, 438-441; XXII, 177-186; XXII, 229-246; XXIII, 388-392; XIII; 769-783).
[41] Para comprender cómo Eurípides
abría la puerta de la futura redención de Athena bajo ensayo y error (cr. Odisea, I, 44-62, 80-95, 96-319,
363-364, 444; II, 12, 260-296; 382-403, 416, 420, 433; III, 2-62, 76, 218-222,
229-238, 331-337, 343-372, 385, 393, 419, 430-463; IV, 289, 752, 767, 795-838;
V, 5-28, 382-387, 427, 437, 491; VI, 2-42, 112-117, 229-231, 233-235, 328; VII,
14-81, 140-143; VIII, 7-14, 18-20, 193-198, 493, 520; XI, 547; XIII, 121,
189-193, 221-252, 287-396, 397-440; XV, 1-43, 222, 292; XVI, 155-174, 207, 233,
260, 282, 451, 454; XVII, 63, 360-362; XVIII, 69-70, 155-156, 158-160, 187-197,
235, 346-347; XX, 284-285; XIX, 2-52, 33-34, 479, 604; XX, 30-55, 345-346; XXI,
1-4, 357-358; XXII, 205, 210, 224-245, 239-240, 256-273, 297-309; XXIII, 242-245,
371-372; XXIV, 472-488, 502-504, 516-523, 528-533, 541-548).
[42] Stanislavski define al superobjetivo como “la corriente total
de los pequeños objetivos individuales, todos los pensamientos, lo imaginativo,
los sentimientos y las acciones de un actor (…) que convergen en la realización
(…) de la trama” (2006: 227). En base a esto, nosotros llamamos superobjetivo de existencia a la nueva
meta crucial que el personaje se forja en la vida, dándole sentido real a su
ser-en-el-mundo. Es una meta dinámica que tiene más posibilidades de éxito si
se sabe de antemano qué factores están involucrados en su realización.
[43] Heródoto y Pausanias –aludiendo
al fragmentado Catálogo de mujeres de
Hesíodo- citan que los Tauros veían a Ifigenia como su diosa, y que la llamaban
Hécate. El primero diciendo que la identificaban con su diosa madre (iv, 103);
el segundo porque afirmaba que creían que Ifigenia no había sido asesinada,
sino que, por la voluntad de Ártemis, la había convertido en Hécate (i. 43. 1).
Apolodoro también llega a afirmar la inmortalidad de Ifigenia en su Biblioteca mitológica (Ep. III, 22).
En ese sentido, y partiendo de ambas
visiones, decimos que las Ifigenias de Eurípides y se convirtieron en la diosa
Hécate, aunque ninguno cite explícitamente el hecho o el nombre de la diosa: para
representar cómo se liberaron, cada una a su modo, de sus limitaciones
ideológicas y materiales que les impusieron otros con sus designios,
trascendiendo finalmente hacia una nueva existencia sin que nada ni nadie
limite su independencia y aspiraciones, y más “en el nombre de alguna virtud o
justicia”.