¿EN QUÉ rincón del tiempo nos aguardas,
desde qué
pliegue de la luz nos miras?
¿Adónde
estás, varón de siete llagas,
sangre
manando en la mitad del día?
Febrero
de Caín y de metralla:
humean
los cadáveres en pila.
Los
estribos y riendas olvidabas
y,
Cristo militar, te nos morías…
Desde
entonces mi noche tiene voces,
huésped
mi soledad, gusto mi llanto.
Y si
seguí viviendo desde entonces
es
porque en mí te llevo, en mí te salvo,
y me
hago adelantar como a empellones,
en el
afán de poseerte tanto.
Alfonso Reyes, de +9 de febrero de 1913
La Oración del 9 de febrero de Alfonso Reyes es un texto que nos muestra el dolor de perder a un
padre querido y entrañable. Busca revelarnos su admiración y grandeza como ser
humano, incluyendo el sufrimiento que ahora se vive a causa de su pérdida la
cual considera injusta y absurda por culpa de la imprudencia e ignorancia de
quienes no pudieron conocerle a fondo, mientras lo imaginamos y recordamos. Es
una obra que tiene como fin último adentrarnos en la autorreflexión y en la compasión
cuando más la necesitamos, y más en nuestra soledad.
Portada de Oración del 9 de febrero de Alfonso Reyes de Ediciones ERA y UANL.
El texto busca dejar de lado cualquier
vestigio histórico-político sobre la figura de Bernardo Reyes según enfoques
oficiales especializados en el tema. En su lugar, nos muestra una faceta en
donde su condición humana pesa más, y más si se trataba del entorno familiar. Las
distancias geográficas, lejos de distanciar, fortalecen y generan un vínculo
muy fuerte en sus hijos, en especial en quien se encargará de inmortalizarlo
hasta en sus preferencias literarias:
…Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de su
presencia. Y como su espíritu estaba en actividad constante, todo el día
agitaba las cuestiones más amenas y más apasionadoras; y todas sus ideas salían
candentes, nuevas y recién forjadas, al rojo vivo de una sensibilidad como no
la he vuelto a encontrar en mi ya accidentada experiencia de los hombres. (…) Él
vivía en Monterrey, ciudad de provincia. Yo vivía en México, la capital. (…) Él
era soldado y gobernante. Yo iba para literato. Nada de esto obstaba. Mientras
en México mis hermanos mayores, universitarios criados en una atmósfera
intelectual, sentían venir con recelo las novedades de la poesía, yo, de
vacaciones, en Monterrey, me encontraba a mi padre leyendo con entusiasmo los Cantos de vida y esperanza, de Rubén
Darío, que acababan de aparecer (Cf.
Reyes, 1967: 2).
A partir de éstas y otras cualidades, el texto nos muestra otros detalles
importantes reflejados en la figura de Bernardo Reyes, como el cariño que
mostraba hacia sus hijos en su papel de padre. Tras su deceso en la Decena Trágica, emerge
en sus vidas un desencanto que dará fin a una era y cosmovisión del mundo que
creían indiscutible. Este hecho trágico no sólo dictamina qué sendero deberán
tomar de ahora en adelante sin la guía de su padre, también demarca en cierto
sentido el exilio de su antigua forma de existencia para reedificarse en una
diferente:
…Siempre el evocarlo había sido para mí un alivio. A la hora de las
mayores desesperaciones, en lo más combatido y arduo de las primeras pasiones,
que me han tocado, mi instinto acudía de tiempo en tiempo al recuerdo de mi
padre, y aquel recuerdo tenía la virtud de vivificarme y consolarme. Después
–desde que mi padre murió-, me he dado cuenta cabal de esta economía
inconsciente de mi alma. En vida de mi padre no sé si llegué a percatarme nunca…
(…) Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella
muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no
sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo. (…) Con la desaparición
de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una
de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos… (1967:
3-4).
La
muerte de Bernardo Reyes, lejos de culminar el destino de Alfonso Reyes, lo
reorienta a una dirección distinta y nueva. Inspirándose en la imagen culta que
tuvo el primero, el segundo imagina hablarle en los momentos más difíciles de
su vida. Se vale nuevamente de sus antiguas lecturas de biblioteca y otros
estudios para reformular y crear propuestas literarias, y usando como base y
debate el “intenso temperamento literario (…) transmitido de la vocación no
realizada de su padre”[1],
consolida teorías y puntos de vista que deseaba mostrarle, aún cuando reconoce ya
haberlo salvado dentro de sí:
…Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio. Discurrí que estaba
ausente mi padre –situación ya familiar para mí- y de lejos, me puse a hojearlo
como solía. Más aún: con más claridad y
con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera de aura.
Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a
poco, tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones –aquellas que nunca han
salido de mis labios pero que algunos de mis amigos han descubierto por el
conocimiento que tienen de mí mismo. Entre mi padre y yo, ciertas diferencias
nunca formuladas, pero adivinadas por ambos como una temerosa y tierna
inquietud, fueron derivando hacia el acuerdo más liso y llano. El proceso duró
varios años, y me acompaño por viajes y climas extranjeros. Al fin llegamos los
dos a una compenetración suficiente… (1967: 5).
La Oración también nos ilustra
otra secuela marcada en el alma de Alfonso Reyes tras la pérdida de su padre:
su forma de mostrar afecto hacia su hijo. Partiendo de sus propias
experiencias, supuso que “el modo más ideal de tratarlo” sería no inculcarle
demasiado cariño a éste bajo el riesgo de que lo eche de menos más de la
cuenta, y pese a que veía injustificable cualquier trato autoritario para
generar una disciplina efectiva y sólida, tampoco contemplaba el cariño
desmedido como una respuesta. Se volvió partidario de un punto medio en la
medida de sus posibilidades como se ve en este pasaje:
El desgarramiento me ha
destrozado tanto, que yo, que era padre para entonces, saqué de mi sufrimiento
una enseñanza: me he esforzado haciendo violencia a los desbordes naturales de
mi ternura por no educar a mi hijo entre demasiadas caricias para no hacerle,
físicamente mucha falta, el día que yo tenga que faltarle. Autoritario y duro,
yo no podría serlo nunca: nada me repugna más que eso. Pero he procurado ser
neutro y algo sordo –sólo yo sé con cuánto esfuerzo- y así creo haber formado
un varón mejor apercibido que yo, mejor dotado que yo para soportar el
arrancamiento. Cuando me enfrenté con las atroces angustias de aquella muerte,
escogí con toda certeza, y me confesé a mi mismo que prefería no serle
demasiado indispensable a mi hijo, y hasta no ser muy amado por él puesto que
tiene que perderme. (…) También supe y quise cerrar los ojos ante la forma de
mi padre, para sólo conservar de él la mejor imagen. También supe y quise
elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de
rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en
esclavizarme a la baja vendetta (1967:
7-8).
En los
capítulos que siguen de la Oración, el texto nos cuenta varias anécdotas y
crónicas con respecto a la vida humana de Bernardo Reyes. Nos lo muestra como
una persona heredera del Romanticismo en lo concerniente a sus ideales. Pone también
en evidencia cómo estas mismas ya condicionaban y alteraban varias veces su
estilo de firma, su gusto por la poesía y el estudio de la historia, su apoyo a
Porfirio Díaz, su puesto como Ministro de Guerra y Marina y su intento por
formar la 2ª Reserva del Ejército Mexicano para ganarse el apoyo de la gente en
el buen sentido de la palabra, y sin provocar a nadie:
PERO HEMOS ENTRADO EN SU BIBLIOTECA Y ESTO SIGNIFICA que el caballo ha
sido desensillado. En aquella biblioteca donde había todo, abundaban los
volúmenes de poesía y clásicos literarios. Entre los poetas privaban los
románticos: era la época en que el espíritu del héroe se había formado. (…)
Después de pacificar al Norte y poner coto a
los contrabandos de la frontera (…) vinieron los años de gobernar en paz. Y como al principio el General se quedara
unos meses sin más trabajo
que la monótona vide de cuartel,
aprovechó aquellos ocios nada menos que para reunir de un rasgo los intocables
volúmenes de la Historia de la Humanidad de César Cantú. (…) Aquí el
romántico descansa, o mejor dicho, frena sus energías y administra el rayo,
conforme a la general consigna de la paz porfiriana. (…) La popularidad del
héroe cundía. Desde la capital llegaban mensajeros celosos. Al fin el
dueño de la política vino en persona a presentar el milagro: “Así se gobierna”,
fue su dictamen. Y poco después, el Gobernador se encargaba del Ministro de la Guerra, donde tuvo que
llevar a cabo otros milagros: el instaurar un servicio militar voluntario, el
arrancar al pueblo a los vicios domingueros para volcarlo, por espontáneo
entusiasmo, en los campos de maniobras… (1967: 12-13).
Si bien el texto de Alfonso Reyes tiene como fin resaltar las virtudes
románticas que tuvo su padre, el mismo nunca deja de ser apolítico. Rehúsa
entrar en cualquier tipo de análisis histórico porque corrompería la imagen que
se forjó de él cuando vivía. Cuando menciona la difusión del reyismo en varias
partes del país, la misión de su progenitor de ver maniobras militares en
Europa, el inicio de la Revolución Mexicana,
la renuncia de Díaz, el retorno a México de Bernardo Reyes y su intento fallido
de revelarse contra Madero por primera vez, lo hace sólo para volver cumplido
al poema, en cuya palabra su autor “nombra y aún describe su acción, que la
presenta a esa criatura caída al abandono”(Cf.
Zambrano, 1993: 394): el de su padre como un protagonista real de carne y
hueso:
…Al calor de este amor se fue templando el nuevo espíritu. Todos lo
saben, y los que lo niegan saben que se engañan. Aquel amor llenaba un pueblo
como si todo un campo se cubriera una lujuriosa cosecha de claveles rojos.
Otro hubiera aprovechado la
ocasión propicia. ¡Oh, qué mal astuto, oh qué gran romántico! Le daban la
revolución ya hecha, casi sin sangre, ¡y no la quiso! (…) Y fue necesario, para
arrebatarlo a aquel éxtasis, que el río se saliera de madre y arrastrara media
ciudad. Entonces requirió otra vez el caballo y burlando sierras bajó a
socorrer a los vecinos. Y poco después salió al destierro. No cabían dos
centros en un círculo. (…)
Ya no se columbra la raya
indecisa de la tierra. Ya todo se fue.
PORFIRIO DÍAZ ENTEGÓ LA SITUACIÓN A LA GENTE nueva y dijo una de
aquellas cosas tan suyas:
-Ya soltaron la yeguada. ¡A ver ahora quién la encierra! (…)
Durante unas maniobras que
presenció en Francia, como sentía un picor en el ojo izquierdo, se plantó un
parche y siguió estudiando las evoluciones de la tropa. (…) Así regresó a país,
cuando el declive natural había comenzado (…) ¡Ay, nunca segundas partes fueron
buenas! Ya no lo querían: lo dejaron solo… (Cf.
Reyes, 1967: 13-15).
La Oración del 9 de febrero nos muestra el cambio repentino de la gente a como solía ser, y más
cuando surgen circunstancias adversas. Al divagar “entre el limbo del paraíso
perdido y recobrado que recorre el abismo y abandono” (Cf. Zambrano, 1993: 406), la obra también nos revela la forma en
que el espíritu humano trata una y otra vez de salir adelante pese a las
adversidades, y si éstas últimas adquieren un terrible peso, lejos de
aniquilarnos, develan nuestras auténticas debilidades, incluso si no queramos o
podamos aceptarlas en una primera instancia. La escena donde Bernardo Reyes se
halla encarcelado en la prisión de Santiago Tlatelolco teniendo de visita a su hijo
Alfonso Reyes tratando de recitarle un poema y su reacción posterior al mismo
representa una clara evidencia de cuando reconocemos haberlas vivido o no:
AQUEL ROER DIARIO FUE DESARROLLANDO SU SENSIBILIDAD, fue dejándole los
nervios desnudos. Un día me pidió que recitara unos versos de Navidad. Aquella
fue su última Navidad y el aniversario de la noche triste de Linares. Al llegar
a la frase: Que a golpes de dolor te has
hecho malo, me tapó la boca con las manos y me gritó:
-¡Calla blasfemo! ¡Eso nunca! ¡Los que no han vivido las palabras no saben
lo que las palabras traen adentro!
Entonces entendí que él había vivido las
palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un
poema en movimiento, un poema romántico del que hubiera sido a la vez autor y
actor. Nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la
poesía y la vida. (…)
Tronaron otra vez los
cañones. Y resucitando el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la
prisión. ¿Qué haría el Romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y
caiga quien caiga (…) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente
de la aventura, único sitio del Poeta? (Cf.
Reyes, 1967: 21).
A partir de esta revelación donde “la poesía es la instauración del ser
con la palabra, [donde] lo permanente nunca es creado por lo pasajero” (Cf. Heidegger, 2008: 115), es cuando advertimos
el auténtico sentido de vivir y existir en este mundo: comprendemos que hay que
valorar lo que ahora somos. Desechar aquello que ahora nos limita por vivir apegados
al pasado, hacia algo o a alguien. Renovarnos como seres humanos sin dejarnos
abatir por las penurias. En resumen: ser nosotros mismos y evolucionar. Sólo
así le daremos sentido a nuestra existencia.
Bibliografía.
- Carballo, Emmanuel. “Alfonso Reyes: 1889-1959”. Protagonistas de la literatura mexicana. México: FCE, 1986.
- Heidegger, Martín. “Hölderlin y la esencia de la poesía”. Arte y poesía. México: FCE, 1973, 13ª reimpresión: 2008.
- Reyes, Alfonso. Oración al 9 de febrero. 2ª ed. México: Era/Alacena, 1967.
- Zambrano, María. “El Libro de Job y el pájaro”. El hombre y lo divino. México: FCE, 1993.
[1] Comentario de Alfonso Reyes a Emmanuel Carballo en una
entrevista sobre cómo Bernardo Reyes intervino en su vocación y formación
literarias. Cf. Protagonistas de la literatura mexicana. “Alfonso Reyes: 1889-1959”
(1986: 125).